La enfermedad cardiovascular (y dentro de ella la cardiópata isquémica) tiene unos factores de riesgo (FRCV) bien conocidos, como son la hipertensión arterial, la hipercolesterolemia, el tabaquismo o la diabetes mellitus por lo que respecta a factores modificables; y el sexo o la edad como factores no modificables (Higginson, 2008). A pesar de estas evidencias se ha podido comprobar que entre las mujeres es bastante pobre el conocimiento de estos factores de riesgo y su relación con la CI, lo que sin duda resultará de vital trascendencia en el análisis ulterior de la toma de decisiones (Fernández et al, 2008; Dearborn et al, 2009; Rollini et al, 2009). Es precisamente este desconocimiento de los FRCV lo que propicia una baja percepción de riesgo en la sociedad en general y en la mujer en particular (Alfonso, 2006; Lockyer, 2008); hasta tal punto que a pesar de las elevadas cifras de mortalidad por CI, las noticias sobre estas patologías no centran la atención mediática (Ruiz et al, 2003). Los propios profesionales de la salud tienen dificultades para diagnosticar correctamente un IAM en una mujer o para identificar sus síntomas (Lockyer et al, 2004). Otro aspecto añadido es que la mujer ha tenido tradicionalmente un papel anecdótico en las investigaciones realizadas sobre CI (Padilla, 2003); y es a partir de la década de los 90 cuando se empieza a incluir a la mujer en este tipo de estudios, por lo que el conocimiento que se tiene al respecto es relativamente escaso.
Actualmente no alberga dudas el hecho de que existen en la CI características particulares en función del sexo, lo que condiciona diferencias en la frecuencia de aparición, los factores predisponentes o el modo de presentación, entre otros (Sánchez et al., 2003; Higginson, 2008; Reeves et al, 2009; Kurth et al, 2009). Asimismo la CI ha sido considerada clásicamente una enfermedad ligada al sexo masculino, lo cual ha propiciado aspectos como la baja toma de conciencia del alcance real del problema por parte tanto de los profesionales sanitarios como del resto de la población (Sánchez et al, 2003; Heras, 2006; Higginson, 2008).
Uno de los principales problemas que acontece al abordar esta patología está relacionado con la presentación de los síntomas que la caracterizan; unos síntomas que la mujer suele malinterpretar y menospreciar las más de las veces (Lockyer, 2008). Diversos estudios recientes apuntan, de hecho, a que un porcentaje cercano al 60% de las mujeres que experimentan un IAM no reconocieron previamente los síntomas ( Higginson, 2008; MacInnes, 2006). La literatura consultada muestra bastante uniformidad por lo que respecta a la sintomatología que suele experimentar con mayor asiduidad la mujer durante un IAM, aunque existen aspectos que difieren en los distintos estudios.
McSwenney (2003) postula que la mujer suele referir síntomas prodrómicos tales como migraña, molestias en el hombro e incluso episodios de ceguera temporal; aunque el síntoma más frecuente suele ser la fatiga. En el mismo estudio se relatan otros síntomas descritos por la mujer como falta de respiración o dolor de brazo. Por su parte, MacInnes (2006) defiende que el síntoma más común de IAM en ambos sexos es el dolor de pecho, dolor localizado en el centro del pecho y con irradiación hacia el brazo izquierdo. Otros síntomas apuntados en este estudio son la dificultad en la respiración, nauseas y vómitos. Además se apunta que las mujeres son más proclives a sufrir ciertos tipos de síntomas del IAM cuando se encuentran bajo presión psicológica (estrés), siendo en el grupo de mujeres más grave el pronóstico en caso de IAM. Sjöström-Strand (2007) describe en su estudio la presencia de síntomas atípicos como dolor epigástrico o abdominal, náuseas, vómitos y ¿sentirse enfermas¿. En el estudio de Marrugat (2006) se expone que las mujeres presentan con mayor frecuencia infartos silentes que los varones después de los 55 años, así como Insuficiencia Cardiaca como primer signo de IAM. Las mujeres presentan asimismo síntomas más moderados en el IAM y desarrollan más fácilmente síntomas atípicos como malestar abdominal y disnea. Del mismo modo el dolor suele aparecer en la mujer unido al estrés psicosocial, y el electrocardiograma en reposo suele ser normal. En comparación, se sabe que el hombre suele definir el dolor precordial desencadenado durante el ejercicio físico, con irradiación a mandíbula y/o brazo izquierdo y acompañado de síntomas vagales como nauseas, vómitos y disnea. Se trata en su mayoría de síntomas atípicos como diaforesis, dolor de mandíbula, dolor en epigastrio, fatiga, disnea o dolor en el pecho, entre otros (Waller, 2006), síntomas que difieren de la presentación clásica de la enfermedad en el varón y que por ello resultan más complejos de detectar a tiempo (Sjöström-Strand et al, 2008). Esta dificultad en el reconocimiento de la sintomatología redunda ciertamente en el tiempo que tarda la mujer en solicitar asistencia especializada. No en vano se sabe que uno de los principales problemas que emergen cuando se trata la CI en la mujer es la demora en lo que se denomina ¿decision time¿, es decir, el lapso de tiempo entre el inicio de los síntomas y la demanda de asistencia médica. (Lockyer, 2005; Rohlfs et al, 2004; Higginson, 2008). Algunos autores apuntan que este retraso suele ser de unas 4 horas, aunque el rango oscila entre 1.5 - 6 horas (Rosenfield et al, 2005). Sea como fuere resulta crucial identificar las razones que provocan esta demora, puesto que se ha podido evidenciar una espectacular reducción de la mortalidad tras un IAM cuando se interviene precozmente, es decir, dentro de las dos primeras horas (McSweeney et al, 2007).
Cuando se pretende explorar los motivos que subyacen a esa demora descrita en la literatura nos encontramos con un entramado de factores personales, psicosociales, profesionales y culturales (McSweeney et al, 2007; Waller, 2006). Aspectos como el nivel educativo, el estatus social o la carga familiar inciden de forma indirecta en la actitud que adopta la mujer ante los primeros síntomas de un IAM. Diversos autores han intentado aproximarse a este fenómeno (Rosenfield et al, 2005; MacInnes, 2006); algunos incluso postulan constructos teóricos que intentan dar respuesta al comportamiento de la mujer, como el ¿modelo de creencia en la salud¿, el ¿modelo cognitivo¿, el ¿modelo de auto-regulación¿ o el ¿modelo de la acción razonada¿ (Waller, 2006). Un aspecto que sin duda deberá tenerse en cuenta es la influencia del género en la enfermedad cardiaca, es decir, cómo interfiere el rol de la mujer en el padecimiento de la enfermedad.
Uno de los motivos que con mayor frecuencia subyace cuando se explora la demora en la solicitud de asistencia médica, es el déficit de conocimientos por parte de la mujer sobre los FRCV y sobre la propia patología. Fernández (2008) afirma en su estudio que más del 50% de la muestra encuestada no supo identificar correctamente los factores de riesgo de la ECV, lo que supone una escasez de conocimientos y una baja concienciación sobre las causas y los FRCV. En el mismo texto se apunta a una relación directa entre el nivel de conocimientos que se tiene sobre la ECV y ciertos factores sociodemográficos por una parte, y la adquisición de comportamientos de promoción de la salud por otra. Hay algunas cifras ciertamente alarmantes; es el caso del estudio de López (2003), en el cual se expone que sólo el 21.5% de los entrevistados conocía el momento en el que debía acudir a urgencias ante una crisis de esfuerzo. Que la mujer denota unos pobres conocimientos en relación a su patología es un hecho que ha podido ser contrastado en la literatura consultada (Walkiewitz et al, 2008), pero queda una cuestión por analizar: ¿de dónde se obtiene la información? Lockyer (2005) apunta directamente a los medios de comunicación, reportajes científicos y a la propia familia como fuentes de las que procede la información que tiene el paciente sobre su enfermedad. Walkiewitz (2008) señala un dato que resulta cuanto menos inquietante: la información que obtienen los pacientes sobre la EVC no suele provenir del colectivo de Enfermería.