A nivel mundial, las enfermedades cardiovasculares (ECV) constituyen la primera causa de morbimortalidad, lo que genera pérdida de años de vida productivos, discapacidad y muerte prematura, además de los costos sociales y para los sistemas de salud derivados de su atención1. Para el adecuado control de los factores de riesgo y el manejo de las ECV, se requiere que la persona modifique su estilo de vida, asuma hábitos saludables y se adhiera al tratamiento farmacológico. En este contexto, resulta indispensable no solamente lograr la participación activa del paciente en el mantenimiento de su propia salud2, sino también que los profesionales de la salud reconozcan al individuo como un ser activo, con habilidades para gestionar su salud, capaz de discernir y tomar decisiones dirigidas al logro de los objetivos terapéuticos.