Pablo de Lora Deltoro
Los sistemas sanitarios públicos, mediante los que se hace operativo el derecho a la asistencia sanitaria de todos los ciudadanos, son la manifestación de una determinada concepción de la legitimidad del Estado: los poderes públicos deben garantizar que sea la necesidad y no la capacidad de pago lo que permita a alguien recibir un tratamiento médico. De esa manera -mediante la creación de un sistema sanitario público-, entre otras, el Estado interviene para atemperar los efectos de las circunstancias inmerecidas con las que nacemos y discurre nuestra existencia. ¿Hasta qué punto, sin embargo, debe el Estado hacerse cargo de los ciudadanos irresponsables con su propia salud? ¿Es legítimo negarles un tratamiento, o colocarles al final de la cola de la asistencia o, al fin, someterles a un gravamen económico? En este trabajo se defiende que el ejercicio de la autonomía personal juega un papel relevante en la fundamentación y diseño de los sistemas sanitarios públicos (concretamente en la configuración de la extensión y alcance de los servicios universales que presta), y también en la asignación de los recursos sanitarios producidos. Por razones de justicia distributiva sanitaria, y bajo las condiciones del apercibimiento previo y la contrastada relación de causalidad entre el estilo de vida competentemente asumido y la enfermedad subsiguientemente causada, la autoridad sanitaria puede legítimamente preterir a quien ha persistido en esa conducta de la aplicación de un tratamiento o del beneficio de un recurso.
El poder público dispone de una panoplia de medidas con las que hacer responsables a los beneficiarios del sistema de sus elecciones conscientes. Esa es la manera coherente de tomarse en serio su condición de seres autodeterminados. De entre dichas medidas, la que en estas páginas se defiende es el mayor esfuerzo contributivo que dichos “pacientes irresponsables” habrían de asumir bajo alguna fórmula de co-pago en la asistencia sanitaria que eventualmente precisen de resultas de su hábito o estilo de vida probadamente incompatible con el mantenimiento o restauración de la salud.
National Health Systems, by means of which the universal right to health care is effective, are the outcome of a certain conception of political justice; namely, that the political institutions should guarantee that the relevant criterion for the allocation of health care is needed and not the willingness to pay or economic capacity. When establishing a public health care system, the State intervenes in order to diminish the adverse effects of natural lottery. Be it as it may, we should inquire the extent to which the State ought to take care of those individuals who are irresponsible as regards their own health: is it fair to deny them medical care? Or placing them at the end of the assistance queue? Or taxing them for their risky behaviour? In this article I argue that the exercise of personal autonomy plays a significant role in justifying and framing such systems (namely in specifying the scope of the benefits it brings to every citizen) but also in the allocation of health care resources already available. For reasons having to do with distributive justice, the health care authority might take into account the lifestyle consciously embraced by the patient in order to deny or delay certain treatment in favour of another patient who has no such record of imperilled behaviour. Some requirements for such an allocation decision should be met: the patient should be advised of the risks of his behaviour, and the causal relation between such habit and the illness ought to be firmly established.
Political institutions have a wide range of means to make patients responsible for their elections.
This is the coherent response to taking individual self-determination seriously. From those various means, I defend that those who engage in risky behaviours should contribute more to finance the public health care system.