Rafael Sánchez Aristi
La gestación por sustitución o maternidad subrogada se define como la práctica por la que una mujer acepta portar en su vientre un niño por encargo de otra persona o de una pareja, con el compromiso de, una vez llevado a término el embarazo, entregar el recién nacido al comitente o comitentes, renunciando aquélla a la filiación que pudiera corresponderle sobre el hijo así gestado. Se trata de un procedimiento basado en técnicas de reproducción asistida tradicionales (inseminación artificial [IA] o fecundación in vitro [FIV]), caracterizado por que la maternidad psicológica o volitiva queda disociada del hecho obstétrico, por contraste con lo que sucede en una IA o una FIV tradicionales. En su primera variante la gestante aporta su propio material reproductor y es inseminada con gametos del comitente o de un donante (se habla de “subrogación tradicional”), mientras que cuando se apoya en una FIV los gametos pueden provenir total o parcialmente de los comitentes, o pertenecer a terceros donantes (“subrogación gestacional” stricto sensu). La mujer gestante puede actuar movida por un ánimo puramente altruista o bien cobrar una compensación económica por su servicio. A su vez, las razones de los comitentes para acudir a esta técnica pueden ser variadas: desde los casos de mujeres con imposibilidad fisiológica para quedarse encintas o riesgo de salud propia o del feto en caso de embarazo, hasta las que por inconveniencia personal o profesional no desean someterse a las transformaciones y vicisitudes propias de un embarazo, pasando por quienes –como les ocurre a los varones, solos o en pareja– presentan una imposibilidad biológica esencial para gestar. Los móviles que animen en cada caso a los comitentes o a la gestante a la hora de acudir a la gestación por sustitución influirán en el juicio ético que merezca su respectiva conducta. Las principales objeciones éticas puestas a la conducta de la gestante tienen que ver con la instrumentalización o cosificación de su función reproductora, que la reduciría a la función de un puro vaso o repositorio para cumplir fines reproductivos ajenos. En especial cuando actúe a cambio de una retribución económica se suele advertir el peligro de que se produzca una explotación de mujeres con pocos recursos económicos por parte de aquéllas otras, de clase acomodada, que prefieran no ocuparse personalmente de gestar a sus hijos. En cuanto a los comitentes, el principal punto de reflexión tiene que ver con la exigibilidad o no de una conducta alternativa, consistente en la adopción de niños ya nacidos, en lugar de situarse como impulsores de la venida al mundo de una criatura la cual será objeto de un desamparo automático y planificado por parte de quien la gestó y dio a luz. Desde el punto de vista ético también debe valorarse la posición en la que quedan el hijo nacido de una gestación por sustitución y la propia criatura en fase de gestación. En cuanto al primero, algunas distorsiones podrían derivársele del efecto disociador de la maternidad que provoca la gestación por sustitución, aunque en último extremo no parece que su situación sea muy diversa de la de los niños fruto de las técnicas de reproducción asistida convencionales, o de aquellos que resultan desamparados y son dados en adopción. En cuanto al nasciturus, hay que tener presentes los problemas que pueden surgir cuando se detecte alguna clase de riesgo para la salud del feto, pues puede resultar dudosa la legitimación de todos los implicados a la hora de recibir información y participar en la decisión que haya que tomar, dependiendo de si se trata de la realización de pruebas diagnósticas, la aplicación de una terapia o tratamiento prenatal, o la interrupción del embarazo. A nivel comparado, existen numerosos países en los que esta figura está admitida y regulada por la ley, si bien en general el tratamiento que se hace de ella es bastante restrictivo, sometiéndola a exigentes condiciones. Lo más habitual es supeditar la eficacia de esos pactos a que hayan superado un control administrativo y/o judicial, así como impedir los contratos de gestación por sustitución remunerados, incluida toda actividad de intermediación o publicidad comercial al respecto, a salvo sólo del reembolso de los gastos que la gestante haya razonablemente efectuado con motivo de la gestación. Frente a ello, son también muchos los países en los que, como España, este procedimiento está prohibido por la ley, no en el sentido de que quienes celebren un acuerdo de gestación por sustitución reciban una sanción administrativa o penal, pero sí en el de establecer que esa clase de pactos o contratos son nulos de pleno derecho y no producen ningún efecto.
Junto a ello, no pueden olvidarse las reglas legales sobre adopción, algunas de las cuales impiden acudir a la figura de la gestación por sustitución sin cometer un fraude de ley, por ejemplo cuando se prohíbe que la madre natural dé su asentimiento a la adopción antes de transcurrido un cierto plazo de tiempo con posterioridad al parto, o se veda la posibilidad de que la adopción se haga a favor de adoptantes determinados, o se impide la entrega de un niño en adopción mediando compensación económica.
De alguna forma el estudio y eventual tratamiento legal de la gestación por sustitución no puede hacerse de espaldas a la regulación sobre adopción, por cuanto si las técnicas de reproducción asistida tradicionales ya vienen a suponer una especie de tertium genus entre la filiación natural y la adoptiva, la proximidad de la gestación por sustitución a la adopción es mucho más evidente, dada la escisión que en aquélla se da, por definición, entre el hecho obstétrico y la voluntad o deseo de ser padre/madre, la cual se acentúa cuando los comitentes no hayan aportado el material reproductor y por lo tanto carezcan de vínculo genético con la criatura. A la vista de este dato, la eventual regulación legal de la maternidad subrogada debería prever unos requisitos parejos a los de la adopción, en el sentido de requerir un certificado de idoneidad de los comitentes, una autorización judicial para la formalización definitiva de sus efectos en el plano de la filiación del niño, o la intervención por una entidad pública del contrato de maternidad subrogada a fin de otorgar eficacia al consentimiento previo de la mujer portadora relativo a la entrega del niño. Sólo bajo estas estrictas condiciones podría admitirse que la filiación natural de un niño fruto de este procedimiento se atribuya a la persona o pareja comitente. Un acercamiento de este tipo evitaría las consecuencias indeseables que en la práctica produce una prohibición radical como la que actualmente existe en España (con parejas viajando a otros países para realizar encargos de maternidad subrogada, haciendo extraños malabarismos cercanos al fraude de ley para lograr la inscripción en el Registro Civil de esos niños como hijos suyos). Por otro lado, la homologación de esos contratos por una autoridad judicial o administrativa permitiría garantizar que todos los consentimientos se han prestado de forma voluntaria y tras haber recibido oportuno asesoramiento legal y médico, y que tanto los comitentes como la portadora reúnen las condiciones psicofísicas adecuadas para asumir el rol que cada uno de ellos se propone. En línea con otros ordenamientos que ya han regulado la figura, lo más apropiado sería prohibir que la madre gestante pudiera ser remunerada, más allá de la cobertura de los gastos conectados con la gestación, así como limitar el catálogo de indicaciones que permitirían acudir a un contrato de gestación por sustitución.
Surrogate pregnancy is the practice whereby one woman carries a child for another woman or a couple, under promise of handing over the child after birth. The surrogate mother may become pregnant either by artificial insemination or by implantation of an embryo conceived by in vitro fertilisation. In the first case, she would be both the genetic and the gestational mother (sometimes called ‘traditional surrogacy’); in the second case, the gametes used for the embryo’s conception could come from the commissioning couple or from one or more anonymous donors (‘gestational surrogacy’ stricto sensu). In both cases, the intended mother does not match the carrying mother, which represents a big contrast to the normal case in the field of ordinary assisted reproductive technology. Surrogacy agreements may (or may not) involve the payment of a fee to the surrogate mother, beyond the reimbursement of expenses. From the point of view of the commissioning parents, there can be many reasons for surrogate pregnancy. The main indications for this treatment are related to commissioning mother’s congenital absence of the uterus, or another similar malformation, as well as to a medical record of repeated miscarriages or severe diseases which might threaten the life of the woman were she to become pregnant. A second group is formed by males or male couples, given the fact that they are biologically unable to become pregnant. Thirdly, some women could request treatment by gestational surrogacy for purely social or career reasons, but it is obvious that this behaviour deserves a completely different ethical opinion. From an ethical point of view, the main objections to surrogacy deal with the consideration of the surrogate mother as a productive machine that is run in order to satisfy the reproduction desires of another people. The ethical disapproval is deeper in the matter of remunerated surrogacy agreements, since they could increase the risk of lowerclass women being exploited by upper-class ones. As regards the commissioning person or couple, the question is if they could be morally obliged to make an adoption of a pre-existing baby instead of having a new child made. In fact, surrogacy agreements could be seen as a sort of fraud of legal rules on child adoption, since these rules forbid the biological mother to get paid for the child, to elect the adoptive parents and to give her consent before the conception of the baby. For all these reasons, surrogacy agreements are seen as contrary to public policy and therefore void and unenforceable in many countries. But one should wonder if these legal provisions are in the best interests of the child. Our conclusion is that the best option lies in the regulation of this treatment, provided that it is subjected to severe requirements controlled by a judge or an administrative authority, such as all parties having received previous legal and medical counselling, the surrogate mother having a minimum age and good psychophysical conditions, or she having not been paid consideration for carrying the child, apart from the reimbursement of expenses.